El verdadero milagro de Juan Pablo II
La plaza y la Basílica de San Pedro están abarrotadas de gente, llenas de fieles, y no tan fieles, deseosos de presenciar lo que ha sido anunciado. También asisten medios de comunicación de todos los rincones del mundo. Todos con las miradas puestas en el ataúd de Karol Wojtyla sacado de su tumba y expuesto seis años después de su muerte. El silencio es sepulcral porque ha llegado la hora. Por fin. Y ocurre exactamente lo que ha de ocurrir. Ante la sonrisa complaciente de muchos y el asombro desencajado de otros, el que fuera Papa Juan Pablo II se pone en pie sobre su ataúd. Y tras una sonrisa cómplice comienza a bendecir a todos los que le rodean envuelto en un extraño y maravilloso halo de luz blanca. ¡Aleluya, Karol Wojtyla ha resucitado!
¡Así de sencillo! Eso sí que sería un milagro a la vista de todo el mundo, sin oscurantismos, comités de dudosa imparcialidad o rebuscadas interpretaciones. ¿O no? Bueno, el caso es que eso no ocurrió. Pero da igual. Porque a partir de ahora todos los lugares en los que estuvo o vivió Juan Pablo II serán recordados y venerados como casi divinos. Propios de un beato que pronto será santo. ¡Santo, nada más y nada menos! Y en un futuro no muy lejano se aludirá a todos estos lugares y hechos de su vida para probar no sólo su santidad, sino una actitud moral determinada, la existencia de los milagros o la mismísima existencia de Dios. Y se dirá algo así como: “Estamos hablando de un Santo que hizo milagros, todo está escrito, muchos testigos lo vieron…”. Se hablará de todo ello como si fueran hechos absolutos y nadie, absolutamente nadie, alzará la voz para decir: “Sí, pero…, la santidad de Juan Pablo II no es un designio divino, otros hombres como nosotros lo decidieron así porque les pareció oportuno”. Bien es cierto que esto no es nuevo. Sólo hay que retrotraerse al Concilio de Nicea (325 d.c.) dónde se acordó que Jesús era el hijo de Dios. Y nos lo creemos. En parte, porque mucho otros también lo creen.
Es una capacidad de nuestro cerebro tener muy en cuenta lo que otros creen a la hora de explicar la realidad. Un estudio reciente publicado en la revista científica Science (The social sense: Susceptibility to other´s beliefs in human infants and adults) aborda esta cuestión. Los participantes en el estudio tienen que atender a una pantalla donde ocurre una escena que puede tener distintas consecuencias. En algunas de las escenas aparece un agente (simulando otro sujeto) que supuestamente tendrá sus propias predicciones acerca del resultado final de dicha escena. Lo que los investigadores miden es el tiempo de reacción, tiempo que tardan los participantes en determinar el resultado de la escena. Lo que observan es que el tiempo que tardan los participantes cuando deciden de acuerdo a sus propias creencias es casi igual que cuando deciden de acuerdo a las supuestas creencias del agente anónimo. Según los autores, esto implica que nuestro comportamiento es susceptible de ser influido por la creencia de otros, creencia que puede tener poco que ver con la realidad. Desde un punto de vista evolutivo, esto puede haber facilitado interacciones sociales complejas como las que ocurren en las sociedades humanas.
En la ceremonia de beatificación de Juan Pablo II, una monja a la que dicen que curó de Parkinson, portaba una ampolla con su sangre. Pero, ¿por qué una ampolla con la sangre del Papa? ¿Por qué no su cerebro en un frasco de formol? Al fin y al cabo todo lo que representa esta ceremonia de beatificación podría ser simbolizado por la exhibición del cerebro de Karol Wojtyla. Eso sí…, junto a todos nuestros cerebros susceptibles de creer que toda esta parafernalia es algo especial y único.
Tito