Lee mi actividad cerebral y moveré el mundo (con música)

¡Sabemos mucho acerca del cerebro! Hay que decirlo, sobre todo de cara a aquellos oportunistas que aprovechándose del dicho “el cerebro es un misterio” nos quieren vender la telequinesia, la telepatía, la precognición, la percepción extrasensorial o el mito del 10%.
Sí, ya sé que el cerebro es muy complejo. Y no lo niego. Pero hace unas pocas decenas de años el cerebro era una caja negra. Una incógnita absoluta. Y con el tiempo, esta caja se ha ido transformando en una estructura coherente, organizada y comprensible. Desde los estudios pioneros de estimulación eléctrica y lesiones cerebrales (Penfield, Broca), pasando por la lobotomía y los primeros psicofármacos, hasta las nuevas tecnologías de imagen cerebral y la investigación básica en neurociencias, el conocimiento del cerebro ha cambiado drásticamente. Conocemos más acerca de la función neuronal. Pero sobre todo sabemos que los cambios en la actividad de áreas específicas del cerebro son la causa de nuestras conductas. No sólo de conductas aparentemente sencillas como comer, dormir o moverse, sino TODAS las conductas, lo que incluye nuestro comportamiento moral, la creatividad en el arte o nuestra creencia en Dios. La enfermedad mental no existe, existe la enfermedad del cerebro. No me negarán que saber todo esto ya es saber mucho acerca del cerebro y por tanto acera de nosotros mismos.
Una de las pruebas fundamentales de que sabemos mucho acerca del cerebro es que podemos predecir las consecuencias de su actividad reflejadas en nuestro comportamiento. Al menos, en determinadas circunstancias y con todos los matices oportunos. Leyendo (e interpretando) la actividad de nuestro cerebro, mediante técnicas de imagen o registros electrofisiológicos, podemos predecir cuándo y cómo vamos a movernos (es bastante impresionante el último estudio en el que un mono es capaz de “manejar” un brazo biónico para alimentarse), si nos va a gusta una obra de arte, si vamos a sentir empatía por un semejante, si nuestro comportamiento social va a ser más o menos moral o incluso en qué estamos pensando… Dicho en titulares de periódico, “podemos predecir nuestro futuro” si medimos nuestra actividad cerebral, ya que éste ocurre en nuestro cerebro antes de que seamos conscientes de ello. Y tanto es así, que podemos influir en el mundo que nos rodea a través del pensamiento (modificando voluntariamente la actividad cerebral). Esto implica que sabemos en qué áreas cerebrales medir, relacionar esas medidas con tareas o conductas determinadas y además crear un algoritmo que traduzca esa información de manera correcta a un sistema informático para que cumpla con nuestras intenciones (interfaces cerebro-máquina).
En realidad todo esto viene porque se acaba de publicar en el periódico El País un pequeño artículo que cuenta los avances de un artista experimental, Mick Grierson, en el diseño de un casco que detecta la actividad cerebral generada al pensar en una nota musical, de manera que se podría llegar a componer música sólo pensando en ella. Bueno…, en realidad esto no es tan sencillo como pueda parecer. No es que se piense en una melodía y ésta se refleje en un “concierto musical”. En realidad, se trata de conectar el registro de nuestras ondas electroencefalográficas a un software que va a detectar (a través de un algoritmo específico) la nota musical en la que estamos pensando cuando coincide con las notas musicales que aparecen en una pantalla (se puede ver el video de demostración del propio autor aquí). Para ello, según el artículo de El País, lo que se cuantifica es el potencial evocado provocado por un estímulo (P300), en este caso las notas mostradas en la pantalla.
Claro que muchos músicos o artistas pensarán con razón que esto no tiene nada que ver con la composición apasionada de una obra musical, así como a veces se relata en la literatura o el cine sobre Beethoven o Mozart. Y también es cierto que un “Do” o un “Re” suenan en nuestro cerebro de manera diferente cuando estamos tristes o cuando estamos felices o eufóricos…. Es cierto. Ahora bien, el estado de ánimo es producto de la actividad e interacción de áreas específicas de nuestro cerebro. Por tanto, la tristeza o la dicha, también llegarán a ser “comprensibles” e incorporadas a estos interfaces cerebro-máquina. Y si no, ¡al tiempo! ¿Cómo será el algoritmo que incorpore la valencia emocional fruto de la actividad cerebral a una composición musical o al movimiento de un brazo biónico?
Obviamente falta mucho por saber. Para la construcción de estos interfaces cerebro-máquina, partimos de un mapa causal “actividad cerebral-conducta”. Sin embargo, aún no entendemos muy bien los “entresijos” neuronales responsables de este mapa. Es decir, tenemos que observar primero cómo actúa el cerebro y luego copiar lo que hace (fabricando un algoritmo). Aún no podemos programar al cerebro para realizar una tarea que no ha sido llevada a cabo con anterioridad.
Se podría hacer una analogía con el gran protagonista del siglo XX, el genoma. Conocemos el mapa global de nuestro genoma y del de otras especies. Sabemos dónde se sitúan genes específicos y el resultado final de alteraciones en el genoma. Pero aún no sabemos cómo distintos genes interaccionan entre sí y con el medio ambiente, ni qué “mezcla” de genes es necesaria para un determinado resultado en nuestra biología.
Tito
Sí, ya sé que el cerebro es muy complejo. Y no lo niego. Pero hace unas pocas decenas de años el cerebro era una caja negra. Una incógnita absoluta. Y con el tiempo, esta caja se ha ido transformando en una estructura coherente, organizada y comprensible. Desde los estudios pioneros de estimulación eléctrica y lesiones cerebrales (Penfield, Broca), pasando por la lobotomía y los primeros psicofármacos, hasta las nuevas tecnologías de imagen cerebral y la investigación básica en neurociencias, el conocimiento del cerebro ha cambiado drásticamente. Conocemos más acerca de la función neuronal. Pero sobre todo sabemos que los cambios en la actividad de áreas específicas del cerebro son la causa de nuestras conductas. No sólo de conductas aparentemente sencillas como comer, dormir o moverse, sino TODAS las conductas, lo que incluye nuestro comportamiento moral, la creatividad en el arte o nuestra creencia en Dios. La enfermedad mental no existe, existe la enfermedad del cerebro. No me negarán que saber todo esto ya es saber mucho acerca del cerebro y por tanto acera de nosotros mismos.
Una de las pruebas fundamentales de que sabemos mucho acerca del cerebro es que podemos predecir las consecuencias de su actividad reflejadas en nuestro comportamiento. Al menos, en determinadas circunstancias y con todos los matices oportunos. Leyendo (e interpretando) la actividad de nuestro cerebro, mediante técnicas de imagen o registros electrofisiológicos, podemos predecir cuándo y cómo vamos a movernos (es bastante impresionante el último estudio en el que un mono es capaz de “manejar” un brazo biónico para alimentarse), si nos va a gusta una obra de arte, si vamos a sentir empatía por un semejante, si nuestro comportamiento social va a ser más o menos moral o incluso en qué estamos pensando… Dicho en titulares de periódico, “podemos predecir nuestro futuro” si medimos nuestra actividad cerebral, ya que éste ocurre en nuestro cerebro antes de que seamos conscientes de ello. Y tanto es así, que podemos influir en el mundo que nos rodea a través del pensamiento (modificando voluntariamente la actividad cerebral). Esto implica que sabemos en qué áreas cerebrales medir, relacionar esas medidas con tareas o conductas determinadas y además crear un algoritmo que traduzca esa información de manera correcta a un sistema informático para que cumpla con nuestras intenciones (interfaces cerebro-máquina).
En realidad todo esto viene porque se acaba de publicar en el periódico El País un pequeño artículo que cuenta los avances de un artista experimental, Mick Grierson, en el diseño de un casco que detecta la actividad cerebral generada al pensar en una nota musical, de manera que se podría llegar a componer música sólo pensando en ella. Bueno…, en realidad esto no es tan sencillo como pueda parecer. No es que se piense en una melodía y ésta se refleje en un “concierto musical”. En realidad, se trata de conectar el registro de nuestras ondas electroencefalográficas a un software que va a detectar (a través de un algoritmo específico) la nota musical en la que estamos pensando cuando coincide con las notas musicales que aparecen en una pantalla (se puede ver el video de demostración del propio autor aquí). Para ello, según el artículo de El País, lo que se cuantifica es el potencial evocado provocado por un estímulo (P300), en este caso las notas mostradas en la pantalla.
Claro que muchos músicos o artistas pensarán con razón que esto no tiene nada que ver con la composición apasionada de una obra musical, así como a veces se relata en la literatura o el cine sobre Beethoven o Mozart. Y también es cierto que un “Do” o un “Re” suenan en nuestro cerebro de manera diferente cuando estamos tristes o cuando estamos felices o eufóricos…. Es cierto. Ahora bien, el estado de ánimo es producto de la actividad e interacción de áreas específicas de nuestro cerebro. Por tanto, la tristeza o la dicha, también llegarán a ser “comprensibles” e incorporadas a estos interfaces cerebro-máquina. Y si no, ¡al tiempo! ¿Cómo será el algoritmo que incorpore la valencia emocional fruto de la actividad cerebral a una composición musical o al movimiento de un brazo biónico?
Obviamente falta mucho por saber. Para la construcción de estos interfaces cerebro-máquina, partimos de un mapa causal “actividad cerebral-conducta”. Sin embargo, aún no entendemos muy bien los “entresijos” neuronales responsables de este mapa. Es decir, tenemos que observar primero cómo actúa el cerebro y luego copiar lo que hace (fabricando un algoritmo). Aún no podemos programar al cerebro para realizar una tarea que no ha sido llevada a cabo con anterioridad.
Se podría hacer una analogía con el gran protagonista del siglo XX, el genoma. Conocemos el mapa global de nuestro genoma y del de otras especies. Sabemos dónde se sitúan genes específicos y el resultado final de alteraciones en el genoma. Pero aún no sabemos cómo distintos genes interaccionan entre sí y con el medio ambiente, ni qué “mezcla” de genes es necesaria para un determinado resultado en nuestra biología.
Tito